Fue una tarde de toros, hace muchos años, en la plaza “El Toreo”, cuando aún estaba en La Condesa. Y digo que fue hace muchos años, porque el toro, a quien acababan de dar la puntilla, pesaba sus arrobas, al grado de que las tres mulillas uncidas al balancín no acertaban a arrastrarlo.

En los tendidos empezó a concentrarse una vez, que la repetición convertía en clamor: ¡Simón, Simón, Simón! Simón el monosabio no solía intervenir en las faenas de arrastre, a cargo de segundas manos, y no se hallaba cerca. Al oír que el público llamaba, cruzo paso a paso el ruedo, sin quitar la vista de la escena. Apenas llego al sitio, ordeno que quitaran a una de las mulillas.